El hombre de la maleta gris

El hombre bajó del ferry arrastrando un maletón gris. Se detuvo bajo el parasol de una tienda de regalos y resopló. Unos cristales de saliva volaron hacia espacio ocupado por un varón corpulento que se rascaba la coronilla como si le hubiera picado una avispa. El hombre de la maleta respiró hondo, tal vez tomando fuerzas para reanudar su camino. Sacó un pañuelo amarillo con lunares negros que parecía un mantelón de verbena y se secó la frente. Enseguida continuó andando. Al rodar por el enlosado de la plaza, el enorme equipaje levantaba esquirlas de cerámica. Llegaron los dos bultos a la marquesina que albergaba la parada del coche de línea y se dejaron caer, ocupando casi todo el espacio habilitado para la espera. Enseguida llegó el autobús.

El pasajero ascendió la plataforma arrastrando la maleta observado por un hosco conductor acostumbrado a las excentricidades de los turistas marítimos. No obstante, cuando el hombre corpulento intentó hace pasar la maleta por un hueco entre dos asientos, protestó:

Oiga, ¿es que no ve que no cabe?

El hombre del pañolón miró hacia abajo, consultando las métricas físicas y pareció enterado. Dirigió al conductor una mancia con el pulgar hacia arriba, cesariano.

Vale, -dijo.

El conductor asintió, como si ese ‘vale’ fuera la licencia para arrancar pacíficamente y así lo hizo, asiendo el gran volante, anticuado y ya gastado por el uso como abrazara el pescuezo de un dinosaurio. El hombre de la maleta resopló y enseguida cerró los ojos. Los pasajeros fueron descendiendo en cada parada, silenciosos y cabizbajos, como penitentes en una procesión, como devotos en las manifestaciones del Via Crucis. Parecía que la vida les hiciera daño, o que le molestaran los zapatos que viene a ser lo mismo.

Al final del trayecto el autobús renqueó, el motor se sacudió con estrépito los muchos kilómetros de la jornada y al final, con un resuello de buey agotado, se detuvo.

En ese momento el hombre abrió los ojos. El conductor pasó junto a él indicándole con el gesto que ya habían llegado, si eso podía hacerse con un gesto cuando no era conocido si quería llegar a algún sitio, y entonces vio que el hombre del maletón tenía los ojos diferentes uno del otro. Aunque observar ese hecho fue algo pasajero y casual, la imagen se le quedó tan gravada que fue lo primero que comentó al llegar a su casa.

Abrió la puerta con el llavín que dormía plácidamente en el bolsillo izquierdo, que era prenda uniforme de su oficio, y olfateó el guiso de papas con pimiento que alimentaba el aire. Tiró la gorrilla en el rincón del que enseguida iría a rescatar su mujer y esclava y se derrengó en el sillón de la salita que servía de salón, recibidor, cuarto de estar y dormitorio de invitados. Nunca tenían invitados, y eso hacía importante disponer del mueble-cama simulado en la pared, que oficiaba también de útil de alacena y aparador.

¿Sabes qué he visto? -Chilló porque su mujer era un poco dura de oído-. ¿Me oyes?
Te oigo, hombre, no es necesario que grites, tengo puesto el aparato.

El aparato no servía de mucho, además había supuesto un estipendio excesivo para las entecas arcas domésticas, por lo que era más odiado.

Pues he visto… –el conductor del autobús se quedó callado. ¿Cómo podría definir el fenómeno ambiguo de la bi-oculación? Menos llamarlo así cualquier cosa valía, así que se lanzó recordando que cualquier camaleón se mimetiza con el medio-. Pues un tío que mira dos veces cada vez, así que no necesita beber para estar contento.

¿Contento?

Contar de dos en dos, o sea, en doble es cosa de borrachos ¿no?

Se rió, a carcajadas secas, como sus ideas. De algo había que hablar, y con alguien, y mejor si además le servía para achucharla luego con la conciencia tranquila porque había sido amable y locuaz.

¿No será ese de ahí afuera?

Vivían en una casita baja. La ventana daba al callejón. Se asomó y allí estaba, con sus ojos bífidos y su maleta gris. Parecía buscar algo. O a alguien. Se acercó arrastrando el bulto. Llamó a la puerta.

Perdone –dijo a la esposa, que aún se frotaba las manos húmedas del fregoteo- usted no será Macarita.

Así se llamaba. Una gracia de su abuela, por una cierta antigua promesa, al parecer. En su familia ponían los nombres con significado, nada de azar o alfabeto, nada de estética histórica o modernista. Casi todos eran griegos, aunque su generación ya lo ignorara. El primo Doroteo, su hermana Teodora, Eugenio, Pánfilo –el maestro- Filomena, Crisóstomo, el cura, su tío.

Soy yo. ¿Y usted quién es?

El hombre se destocó. Un sombrero gris como la maleta, de buen paño. Sonrió.

Usted…. Bueno, tú no me conoces. Soy Evaristo.

El hijo de Amadora. Pensaba verlo regresar en una carabela colonial, forrada de oro, o al menos con planchas de plata y muchas piezas de organdí y hopalanda.

El hombre se acercó, asustado. No sabía a qué ojo mirar.

Usted es el del autobús.

En él he venido. ¿Cómo lo sabe?

Soy el chófer. ¿No me recuerda?

El otro le recorrió despacio, entornando la mirada, como si le molestara el resol del pescado que se freía ya en exceso. La mujer salió en estampida, y pudo sacar las cabezas de congrio un poco corruscadas.

Desde la cocina dijo lo que el marido no quería oír.

Te quedarás a cenar, Evaristo. Lo que haya, que no es mucho.

Evaristo suspiró, como si aquella invitación le tranquilizara por alguna angustia que le agobiaba intensamente, y que ahora desaparecía.

En la mesa, el trío masticaba, deglutía, observaba, todo con cierta incomodidad, como invitados a la fuerza en un yantar ajeno. Macarita rompió el fuego.

Estabas por el sur, allá, en el trópico.

Lo afirmaba preguntando, al estilo de los maestros redichos, pero sin pedantería. En realidad resultaba algo palurda, sobre todo agarrando el tenedor como una daga florentina, lista para atacar cualquier hígado plebeyo. Esa mezcla no pasó desapercibida al visitante.

En El Perú. Y luego por ahí abajo. –Hizo un gesto como despreciando el mundo, que colgara de un mapa, un holograma en medio de la salita.

¡El Perú! ¡Allí eran todos ricos!

Le miraron. Ambos sabían que iba a continuar hablando, que eso era un preámbulo de su chascarrillo. Empinó el codo, un vino de garrafa, ácido como el trato de un funcionario, rojo bajo el cristal del porrón. Se limpió las gotas, que escurrían por la rala barbilla.

¡Hasta que llegaron los españoles! ¡Les dejaron en cueros, bueno, eso ya estaban, les dejaron en pelotas, ay que no me sale!

De nuevo la carcajada seca. Luego se levantó. Eructó con la suavidad de un hipopótamo, eso sí, tapándose la boca. La mujer estaba hecha a su aliento, y el primo Evaristo siguió como si nada. Quería pasar desapercibido, tal vez, estar allí, continuar, eso era bastante. Lo consiguió.

¿Tienes dónde alojarte? Es feria, y estará todo lleno.

A rebosar. En realidad pensaba haber venido mañana, pero no he encontrado albergue, no hay posada.

Bendito vocabulario, al estilo antiguo –dijo la mujer, que se refinaba por segundos.

Quien duerme en el mismo colchón se vuelve de la misma opinión. En su caso, de la opinión del bruto. Nadie tiene la culpa de ser como es. Ni el más torpe ni el peor. Los delincuentes tienen voluntad, pero ni de eso son totalmente culpables, por no decir responsables, y los santos, pues lo mismo. La mujer reflexionaba casi todos los días, una costumbre heredada y que el insomnio fomentó rápidamente. Todos somos poetas, todos filósofos, todos criminales, todos ascetas, Pero no carpinteros, no alfareros, no navegantes ni escultores. El oficio distingue, como las alas en los ángeles y en las aves.

Quédate. La casa es pequeña, pero cabemos bien. No hay hijos, y sí una habitación por el acaso. Así que –alzó los hombros, que tenía suaves y que lucían un brillo alentador- toda para ti.

Gracias. Te pagaré…Os pagaré la estancia, como si estuviera en el hotel. Es justo.

¡Me parece bien! –Se escuchó la voz del hombre desde el dormitorio.

La mujer sonrió.

Le gusta escuchar. Siempre lo hace. Aunque nadie hable, aunque no se oiga nada. Yo creo que se escucha a sí mismo…

¡Para no aburrirme!

-Y tiene muy buen oído –continuó Macarita-. Siempre pienso que, de haber tenido hijo, lo habría dedicado a la música. Yo cantaba bien, cuando joven.

Eres joven. Y guapa.

Ella se rebozó en el chal, un poncho horadado que traslucía pícaramente la carne, pues ya se sabe que es más incitante ocultar algo que mostrarlo todo.

¿Cómo se llama tu marido?

Ahora, ya, roncaba.

Crescencio. Como su abuela. Fue quien nos presentó, por decir algo. De niños. Él entonces era… diferente.

El hombre asintió.

Todos los son… Lo somos.

Se miraron. Luego ella dijo algo así como que era tarde, y que ya fregaría mañana, deseó buenas noches a Evaristo, le señaló el hueco que ocupaba su nuevo cuarto, hacia el que enseguida empujó el hombre su maletón gris, y cerró la puerta.

Sobre la cama del dormitorio matrimonial, Crescencio, repantingado, exhibía parte de su paquete muscular, de forma tan inapropiada como poco atrayente para Macarita. Con el tiempo los oscuros objetos del deseo y la maquinaria para su conquista iban perdiendo la estética que da la juventud. Otra reflexión de la mujer, que se echó con cuidado en el hueco estrecho que le quedaba libre –deseaba una cama para ella sola casi desde la noche de bodas, a la que fue virgen y mártir- y cerró enseguida los ojos. Así pensaba mejor, así soñaba mejor, así descansaba, así vivía la vida paralela de la noche.

La vida. Sólo había una, y era la que otros, ajenos a su alma, podrían tildar de farsa. En el sueño, que era una vigilia paradójica, de ojos cerrados, el dedo medio en el entrecejo, como si invocara una meiga oculta en su cerebro, imaginaba amores y placeres. Un onanismo tan espiritual, tan carnal, tan completo, que llegaba a aturdirla. Macarita pensaba que ella eran dos, pero sólo una le vivía, la de cada noche, la de los sueños, y la otra, esa que miraba y podía conversar, la que guisaba y era follada por su hombre, no era tan ella como la otra, una sosias, un remedo, una imagen en el espejo. Y, además, una enemiga, enferma porque desde su centro le nacía el monstruo. Podía sentirlo, le dolía, a veces gritaba, en sordina, como un hipócrita que vulnera el silencio pero esconde la fuente del ruido, temeroso y temible. Y, desde que recordaba, iba carcomiéndola, concienzuda y meticulosamente, como la polilla que roe la mejor lana, y luego, harta del caviar, unta los rescoldos de su frío fuego con la grasa recocida. Ya le quedaba poco por devorar, Macarita iba siendo, cada vez más, una estatua hueca, el molde de escayola que un demiurgo utiliza para su creación de fantasmas. Sólo la noche, y esos momentos de vela que buscaba como el bebé la teta de su nodriza, eran propios, en ellos revivía, se recuperaba, el monstruo que era ella misma detenía su antropofagia, quizás deleitándose en la espera, como la fatua liebre se demora en la carrera con la tortuga, de la que se sabe –o se cree saber- vencedora.

Pero aquella mañana algo cambió. Al levantarse –su marido ya había escapado, de madrugada, hacia sus soledades, que comenzaban por el carajillo y las blasfemias que servirían de soporte a su diablo interior durante unas pocas horas- sintió un escalofrío, o eso le parecía, una sensación de alerta. Miró de reojo, al salir al pasillo, la puerta entreabierta de la habitación de ‘invitados’, el nombre pomposo que su extraño buen humor estaba dando, en silencio, al cuartucho donde había dormido Evaristo. Oyó un cierto trasiego, y percibió el movimiento del cuerpo manipulando la maleta. Aquella enorme maleta gris. El hombre giró su cabeza. Tal vez, por una fracción de segundo, su mirada atravesó el ángulo entreabierto de la puerta. En dirección a la mujer.

A ella apenas le dio tiempo a cambiar de postura, huyendo de un potencial encuentro de miradas, como un niño sorprendido en el momento de atrapar el chocolate prohibido, justo donde lo escondió su precavida madre. Y así, caminando al sesgo, casi de lado, entró en la cocina.

Evaristo llegó al punto, como impulsado –eso le pareció a ella- por una atracción irresistible. Macarita supo que estaba entrando en el deslizante terreno de la fantasía erótica. Un movedizo pantanal que sólo podría traerle inquietudes y desgracias. Para ese mal no hay excepciones ni cura –pensó. Él tomó asiento mientras le daba los buenos días y un previo pseudobeso, de los que se tiran a las mejillas como basura emocional, en las relaciones humanas superficiales.

Ella, ni se lo devolvió. Sólo una incipiente sonrisa de saludo. Enseguida puso dos tazas y el plato con las magdalenas caseras sobre el hule. Evaristo se entretenía, al parecer, con los dibujos del plástico, que representaban el mapa de España anterior al desastre.

Aquí nacimos. ¡Apena tengo recuerdos de la infancia! –Puso una mano, fuerte y fina al mismo tiempo sobre la suya, que descansaba junto al recipiente de loza- Dime, ¿hemos sido niños alguna vez.

Ella no retiró la mano. Pero contestó enseguida, como si tuviera preparada la respuesta.

-Yo sí, Evaristo. Y creía que tú también. Por lo menos… Bueno, yo sí tengo recuerdos.

Él asintió, y parecía buscar en el fondo de un baúl revuelto alguno de esos supuestos recuerdos, como jerséis apolillados. Al poco debió encontrar alguno, porque dijo:

¿Te acuerdas de la casa grande, la de la abuela?

Macarita enrojeció. ¡Cómo no iba a recordarla! Allí, a una edad indefinida entre la nada y el todo, sintió las primeras caricias como mujer. Una niña y un niño, juntos y solos, observando cómo sus cuerpos florecían y se marchitaban en el eterno espacio, en la infinita distancia, en el intemporal tiempo de un segundo que jamás debió terminar. Pero lo hizo. La imagen de la habitación y el reflejo de unas sombras que eran tan sólidas como los cuerpos en el sueño, se hicieron patentes, y en el reflejo del café ondulaba su pecho, tanto tiempo atrás.

maleta gris

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